El sol de la tarde comenzaba a caer. Por un segundo sintió que era una tarde demasiado hermosa para…Y sí, sí que lo era, pero ¿qué era más fuerte? Decidió salir.
El sol le pegaba justo en la nuca, podía sentir ese calor a través de todo su cuerpo, como si el sistema solar estuviera totalmente instalado en su organismo, las sensaciones podían girar alrededor de esa tibieza cual planetas, con sus mares, sus montañas, y todas tenias sus lunas, y por sobre todo una brisa que dormía a cualquier mortal que disfrutara de ellas.
Cada suspiro era juzgado, cada suspiro era eterno, cada paso, cada enfoque, cada instante era todo. Dejaba caer los párpados cada tanto y congelaba en esa posición por un largo rato, sin dejar de caminar. Caminaba sin rumbo, pero sabía hacia dónde iba.
Mordía sus labios, pero no como siempre, no con esa resignación, no con esa fuerza, no con esa impotencia, con suavidad, como disfrutando de el roce entre sus dientes y sus labios, y se cosquilleaba con la lengua el paladar. Desde chico había aprendido a divertirse de ese modo, jugueteando por dentro, riendo, y por fuera su expresión azulnochefría.
De repente sintió un cosquilleo, un cosquilleo en el pecho, y se echó a reír, y rió, y rió, y rió mucho, y pensaba: “¿cómo puedo reírme de tanta paz, dolor y razón?” sin embargo su risa fue más, y no paró. Pero todos sabemos (desde pequeño) que lo que vemos no es. Pensó que su madre estaría preguntando por él, busco un teléfono, y cuando localizó uno comenzó a observarlo. Era tan extraña esa sensación, todo era ajeno, todo era tan extraño ese día, todo había cambiado de sentido, el dolor provocaba risa, ¿y el teléfono?
Empezó a marcar, acariciaba los números y repetía: “ocho, cuatro, siete...” y a medida que iban pasando comenzaba a gritar cada vez más fuerte: “cinco, tres, ocho”.
La gente pasaba, rápidamente, miraba y volteaba.
El teléfono dio tres tonos y se escucho una voz en el teléfono, su mamá: “ma, a casa vuelvo en un rato, estoy cansado ya”. Colgó, rió y una lágrima comenzó a caer por su mejilla, cada vez más pálida. Pasaba por la plaza y se sentó, los pájaros eran bellos, ¿por qué nunca antes lo había notado? ¿Por qué nunca antes había visto lo lindo que era ese olivo? ¿Por qué esa paz y ese placer lo hacían sentir tan mal? ¿Por qué nunca antes se había dado cuenta de lo mucho que lo enamoraba ese cielo?
Todo era tan claro, todo lo que antes había sido todo era nada ahora y todo era su vida, y sus miedos, y su madre, su carrera, y el tiempo, y Amanda.
Y seguía riendo, y reía cada vez más fuerte, y de a poco la risa iba volviéndose más vil y cada vez iba mutando, de risa a grito, de grito a llanto, de llanto a risa…
Ya no caminaba sin rumbo, ahora se dirigía a la estación, pero esta vez, no sabía a dónde iba.
Tenía que sacar un boleto, cuando la chica de los boletos preguntó “¿a dónde?” hubo un silencio, qué no duró más que dos segundos, pero fue infinito.
“a Glew”. Amanda vivía en Glew. Bajó las escaleras, y en cada escalón hacía una pausa, no había apuro, nada era importante, o sí, pero nada de lo que antes era todo, lo era hoy. En el túnel la oscuridad prevalecía, no podía evitar mirar hacía todos los rincones cada grieta en el techo, cada charco de agua, cada hombre. De a poco se acercaba a la salida, el sol le invadió los ojos de golpe. No soportó tanta luminosidad, se tapo la cara con las manos y apretó fuerte los ojos.
Ya estaba en el anden, lentamente comenzó a acercarse al borde. Nunca había esperado el tren con esa actitud, la impaciencia no lo afectó, al contrario, observaba cada detalle, cada piedrita de las que recubren las vías, cada residuo, cada cigarrillo, cada papel de caramelo. En ese momento vio que la gente, toda, comenzaba a moverse de un lado al otro, volteó la cabeza y lo vio. Ahí venía el tren. No tenía mucho tiempo para tomar la decisión, abrió sus brazos, como queriendo volar, tomo aire, lo exhaló, pero cuando estaba a punto, cuando estaba ya decidido de que saltar era la mejor opción, miró ese cielo y el teléfono sonó.