25 de abril de 2005

El sonido y la furia

El ambiente está oscuro, cuatro paredes a su alrededor, una pequeña ventana por la que entra un hilo de luz, lo necesario, no necesita nada, mas que esa pequeña linea de luminecencia.
En el piso, un vestido negro, con finísimas líneas negras sobre él, negro sobre negro, línea sobre oscuro, lágrimas sobre sus mejillas.
Sobre la mesa, una botella con sus bordes redondeados, un vaso vacío.
La cama deshecha, las sábanas arrugadas, tela-araña (días sin hacerla), la frazada ya en el suelo, (de esas marrones de pelusa), en un rincón, pétalos de margarita, en el otro pedazos de vidrio, parecería ser un florero hecho añicos.
Sus pies descalzos, sucios; sus piernas como dos cerillos gastados, usados una y otra vez; sus ojos de engaño, entre cerrados y abiertos, indefinidos como ella misma, lloran pintura, como cataratas de aguas negras; su pelo, negro como su ambición, largo, hecho ya nebuloso, como la mirada misma; en su mano un cuchillo y en el techo el ventilador, con su insoportable ruido de verano